I
En un pequeño lugar de Aragón; y allá por los años de mil trescientos y pico,
vivía retirado en su torre señorial un famoso caballero llamado don Dionís,
el cual después de haber servido a su rey en la guerra contra infieles, descansaba
a la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas fatigas de
los combates.
Aconteció una vez a este caballero, hallándose en su favorita diversión acompañado
de su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le habían granjeado
el sobrenombre de Azucena, que como se les entrase a más andar el día engolfados
en perseguir a una res en el monte de su feudo, tuvo que acogerse, durante las
horas de la siesta, a una cañada por donde corría un riachuelo, saltando de
roca en roca con un ruido manso y agradable.
Haría cosa de unas dos horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso
lugar, recostado sobre la menuda grama a la sombra de una chopera, departiendo
amigablemente con sus monteros sobre las peripecias del día, y refiriéndose
unos a otros las aventuras más o menos curiosas que en su vida de cazadores
les habían acontecido, cuando por lo alto de la más empinada ladera y a través
de los alternados murmullos del viento que agitaba las hojas de los árboles,
comenzó a percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una esquililla semejante
a la del guión de un rebaño.
En efecto, era así, pues a poco de haberse oído la esquililla empezaron a saltar
por entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo, y a descender a la orilla
opuesta del riachuelo, hasta unos cien corderos blancos como la nieve, detrás
de los cuales, con su caperuza calada para libertarse la cabeza de los perpendiculares
rayos del sol, y su atillo al hombro en la punta de un palo, apareció el zagal
que los conducía.
-A propósito de aventuras extraordinarias -exclamó al verle uno de los monteros
de don Dionís, dirigiéndose a su señor-: ahí tenéis a Esteban el zagal, que
de algún tiempo a esta parte anda más tonto que lo que naturalmente lo hizo
Dios, que no es poco, y el cual puede haceros pasar un rato divertido refiriendo
la causa de sus continuos sustos.
-¿Pues qué le acontece a ese pobre diablo? -exclamó don Dionís con aire de curiosidad
picada.
-¡Friolera! -añadió el montero en tono de zumba-: es el caso que, sin haber
nacido en Viernes Santo, ni estar señalado con la cruz, ni hallarse en relaciones
con el demonio, a lo que se puede colegir de sus hábitos de cristiano viejo,
se encuentra, sin saber cómo ni por dónde, dotado de la facultad más maravillosa
que ha poseído hombre alguno, a no ser Salomón, de quien se dice que sabía hasta
el lenguaje de los pájaros.
-¿Y a qué se refiere esa facultad maravillosa?
-Se refiere -prosiguió el montero- a que, según él afirma, y lo jura y perjura
por todo lo más sagrado del mundo, los ciervos que discurren por estos montes
se han dado de ojo para dejarle en paz, siendo lo más gracioso del caso que
en más de una ocasión los ha sorprendido concertando entre sí las burlas que
han de hacerle, y después que estas burlas se han llevado a término, ha oído
las ruidosas carcajadas con que las celebran.
Mientras esto decía el montero, Constanza, que -así se llamaba la hermosa hija
de don Dionís, se había aproximado al grupo de los cazadores, y como demostrase
su curiosidad por conocer la extraordinaria historia de Esteban, uno de éstos
se adelantó hasta el sitio en donde el zagal daba de beber a su ganado, y le
condujo a presencia de su señor, que, para disipar la turbación y el visible
encogimiento del pobre mozo, se apresuró a saludarle por su nombre, acompañando
al saludo con una bondadosa sonrisa.
Era
Esteban un muchacho de diez y nueve a veinte años, fornido, con la cabeza pequeña
y hundida entre los hombros; los ojos pequeños y azules, la mirada incierta
y torpe como la de los albinos, la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos,
la frente calzada, la tez blanca, pero ennegrecida por el sol, y el cabello,
que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara, en guedejas ásperas
y rojas semejantes a los crines de un rocín colorado.
Esto, sobre poco más o menos, era Esteban en cuanto al físico; respecto a su
moral, podía asegurarse, sin temor de ser desmentido ni por él ni por ninguna
de las personas que le conocían, que era perfectamente simple, aunque un tanto
suspicaz y malicioso como buen rústico.
Una vez el zagal respuesto de su turbación, le dirigió de nuevo la palabra don
Dionís, y con el tono más serio del mundo, y fingiendo un extraordinario interés
por conocer los detalles del suceso a que su montero se había referido, le hizo
una multitud de preguntas, a la que Esteban comenzó a contestar de una manera
evasiva, como deseando evitar explicaciones sobre el asunto.
Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones de su señor y por los ruegos
de Constanza, que parecía la más curiosa e interesada en que el pastor refiriese
sus estupendas aventuras, decidiose éste a hablar, mas no sin que antes dirigiese
a su alrededor una mirada de desconfianza, como temiendo ser oído por otras
personas que las que allí estaban presentes, y de rascarse tres o cuatro veces
la cabeza tratando de reunir sus recuerdos o hilvanar su discurso, que al fin
comenzó de esta manera.
-Es el caso, señor, que según me dijo un preste de Tarazona, al que acudí no
ha mucho para consultar mis dudas, con el diablo no sirven juegos, sino punto
en boca, buenas y muchas oraciones a San Bartolomé, que es quien le conoce las
cosquillas, y dejarle andar: que Dios, que es justo y está allá arriba, proveerá
a todo.
Firme en esta idea, había decidido no volver a decir palabra sobre el asunto
a nadie, ni por nada; pero lo haré hoy por satisfacer vuestra curiosidad, y
a fe, a fe que después de todo, si el diablo me lo toma en cuenta y torna a
molestarme en castigo de mi indiscreción, buenos Evangelios llevo cosidos a
la pellica y con su ayuda creo que, como otras veces, no me será inútil el garrote.
-Pero, vamos -exclamó don Dionís, impaciente al escuchar las digresiones del
zagal, que amenazaba no concluir nunca-, déjate de rodeos y ve derecho al asunto.
-A él voy -contestó con calma Esteban, que después de dar una gran voz acompañada
de un silbido para que se agruparan los corderos que no perdía de vista y comenzaban
a desparramarse por el monte, tornó a rascarse la cabeza y prosiguió así:
-Por una parte vuestras continuas excursiones, y por otra el dale que le das
de los cazadores furtivos, que ya con trampa o con ballesta no dejan res a vida
en veinte jornadas al contorno, habían no hace mucho agotado la caza en estos
montes, hasta el extremo de no encontrarse un venado en ellos ni por un ojo
de la cara.
Hablaba yo esto mismo en el lugar, sentado en el porche de la iglesia, donde
después de acabada la misa del domingo solía reunirme con algunos peones de
los que labran la tierra de Veratón, cuando algunos de ellos me dijeron:
-Pues, hombre, no sé el qué consista en que tú no los topes, pues de nosotros
podemos asegurarte que no bajamos una vez a las hazas que no nos encontremos
rastro, y hace tres o cuatro días, sin ir más lejos, una manada, que a juzgar
por las huellas debía componerse de más de veinte, le segaron antes de tiempo
una pieza de trigo al santero de la Virgen del Romeral.
-¿Y hacia qué sitio segura el rastro? -pregunté a los peones, con ánimo de ver
si topaba con la tropa.
-Hacia la cañada de los cantuesos -me contestaron.
No eché en saco roto la advertencia, y aquella noche misma fui a apostarme entre
los chopos. Durante toda ella estuve oyendo por acá y por allá, tan pronto lejos
como cerca, el bramido de los ciervos que se llamaban unos a otros, y de vez
en cuando sentía moverse el ramaje a mis espaldas; pero por más que me hice
todo ojos, la verdad es que no pude distinguirla ninguno.
No obstante, al romper el día, cuando llevé los corderos al agua, a la orilla
de este río, como obra de dos tiros de honda del sitio en que nos hallamos,
y en una umbría de chopos, donde ni a la hora de siesta se desliza un rayo de
sol, encontré huellas recientes de los ciervos, algunas ramas desgajadas, la
corriente un poco turbia y, lo que es más particular, entre el rastro de las
reses las breves huellas de unos pies pequeñitos como la mitad de la palma de
mi mano sin ponderación alguna.
Al decir esto, el mozo instintivamente y al parecer buscando un punto de comparación,
dirigió la vista hacia el pie de Constanza, que asomaba por debajo del brial,
calzado de un precioso chapín de tafilete amarillo; pero como al par de Esteban
bajasen también los ojos don Dionís y algunos de los monteros que le rodeaban,
la hermosa niña se apresuró a esconderlo, exclamando con el tono más natural
del mundo:
-¡Oh, no!; por desgracia, no los tengo yo tan pequeñitos, pues de este tamaño
sólo se encuentran en las hadas, cuya historia nos refieren los trovadores.
-Pues no paró aquí la cosa -continuó
el zagal cuando Constanza hubo concluido-, no que otra vez, habiéndome colocado
en otro escondite por donde indudablemente habían de pasar los ciervos para
dirigirse a la cañada, allá al filo de la media noche me rindió un poco el sueño,
aunque no tanto que no abriese los ojos en el mismo punto en que creí percibir
que las ramas se movían a mi alrededor. Abrí los ojos, según dejo dicho; me
incorporé con sumo cuidado, y poniendo atención a aquel confuso murmullo que cada vez sonaba
más próximo, oí en las ráfagas del aire como gritos y cantares extraños, carcajadas
y tres o cuatro voces distintas que hablaban entre sí, con un ruido y algarabía
semejante al de las muchachas del lugar, cuando riendo y bromeando por el camino
vuelven en bandadas de la fuente con sus cántaros a la cabeza.
Según colegía de la proximidad de las voces y del cercano chasquido de las ramas
que crujían al romperse para dar paso a aquella turba de locuelas, iban a salir
de la espesura a un pequeño rellano que formaba el monte en el sitio donde yo
estaba oculto, enteramente a mis espaldas, tan cerca o más que me encuentro
de vosotros, oí una nueva voz fresca, delgada y vibrante, que dijo... creedlo,
señores, esto es tan seguro como me he de morir... dijo... claro y distintamente
estas propias palabras:
¡Por
aquí, por aquí, compañeras,
que
está ahí el bruto de Esteban!
Al
llegar a este punto de la relación del zagal, los circunstantes no pudieron
ya contener por más tiempo la risa que hacía largo rato les retozaba en los
ojos, y dando rienda a su buen humor, prorrumpieron en una carcajada estrepitosa.
De los primeros en comenzar a reír y de los últimos en dejarlo, fueron don Dionís,
que a pesar de su fingida circunspección no pudo menos de tomar parte en el
general regocijo, y su hija Constanza, la cual cada vez que miraba a Esteban
todo suspenso y confuso, tornaba a reírse como una loca hasta el punto de saltarle
las lágrimas a los ojos.
El zagal, por su parte, aunque sin atender al efecto que su narración había
producido, parecía todo turbado e inquieto; y mientras los señores reían a sabor
de sus inocentadas, él tornaba la vista a un lado y a otro con visibles muestras
de temor y como queriendo descubrir algo a través de los cruzados troncos de
los árboles.
-¿Qué es eso, Esteban, qué te sucede? -le preguntó unos de los monteros notando
la creciente inquietud del pobre mozo, que ya fijaba sus espantadas pupilas
en la hija risueña de don Dionís, ya las volvía a su alrededor con una expresión
asombrada y estúpida.
-Me sucede una cosa muy extraña -exclamó Esteban-. Cuando, después de escuchar
las palabras que dejo referidas, me incorporé con prontitud para sorprender
a la persona que las había pronunciado, una corza blanca como la nieve salió
de entre las mismas matas en donde yo estaba oculto, y dando unos saltos enormes
por cima de los carrascales y los lentiscos, se alejó seguida de una tropa de
corzas de su color natural, y así éstas como la blanca que las iba guiando,
no arrojaban bramidos al huir, sino que se reían con unas carcajadas cuyo eco
juraría que aún me está sonando en los oídos en este momento.
-¡Bah!... ¡bah!... Esteban -exclamó don Dionís con aire burlón-, sigue los consejos
del preste de Tarazona; no hables de tus encuentros con los corzos amigos de
burlas, no sea que haga el diablo que al fin pierdas el poco juicio que tienes;
y pues ya estás provisto de los Evangelios y sabes las oraciones de San Bartolomé,
vuélvete a tus corderos, que empiezan a desbandarse por la cañada. Si los espíritus
malignos tornan a incomodarte, ya sabes el remedio: Pater noster y garrotazo.
El zagal, después de guardarse en el zurrón un medio pan blanco y un trozo de
carne de jabalí y en el estómago un valiente trago de vino que le dio por orden
de su señor uno de los palafreneros, despidiose de don Dionís y su hija, y apenas
anduvo cuatro pasos, comenzó a voltear la honda para reunir a pedradas los corderos.
Como a esta sazón notase don Dionís que entre unas y otras las horas del calor
eran ya pasadas y el vientecillo de la tarde comenzaba a mover las hojas de
los chopos y a refrescar los campos, dio orden a su comitiva para que aderezasen
las caballerías que andaban paciendo sueltas por el inmediato soto; y cuando
todo estuvo a punto, hizo seña a los unos para que soltasen las traíllas, y
a los otros para que tocasen las trompas, y saliendo en tropel de la chopera,
prosiguió adelante la interrumpida caza.
II
Entre los monteros de don Dionís había uno llamado Garcés, hijo de un antiguo
servidor de la familia, y por tanto el más querido de sus señores.
Garcés tenía poco más o menos la edad de Constanza, y desde muy niño hablase
acostumbrado a prevenir el menor de sus deseos y a adivinar y satisfacer el
más leve de sus antojos.
Por su mano se entretenía en afilar en los ratos de ocio las agudas saetas de
su ballesta de marfil; él domaba los potros que había de montar su señora; él
ejercitaba en los ardides de la caza a sus lebreles favoritos y amaestraba a
sus halcones, a los cuales compraba en las ferias de Castilla caperuzas rojas
bordadas de oro.
Para con los otros monteros, los pajes y la gente menuda del servicio de don
Dionís, la exquisita solicitud de Garcés y el aprecio con que sus señores le
distinguían, habíanle valido una especie de general animadversión, y al decir
de los envidiosos, en todos aquellos cuidados con que se adelantaba a prevenir
los caprichos de su señora, revelábase su carácter adulador y rastrero. No faltaban,
sin embargo, algunos que, más avisados o maliciosos, creyeron sorprender en
la asiduidad del solícito mancebo algunas señales de mal disimulado amor.
Si en efecto era así, el oculto cariño de Garcés tenía más que sobrada disculpa
en la incomparable hermosura de Constanza. Hubiérase necesitado un pecho de
roca y un corazón de hielo para permanecer impasible un día y otro al lado de
aquella mujer singular por su belleza y sus raros atractivos.
La Azucena del Moncayo, llamábanla en veinte leguas a la redonda, y bien
merecía este sobrenombre, porque era tan airosa, tan blanca y tan rubia, que,
como a las azucenas, parecía que Dios la había hecho de nieve y oro.
Y, sin embargo, entre los señores
comarcanos murmurábase que la hermosa castellana de Veratón no era tanlimpia
de sangre como bella y que, a pesar de sus trenzas rubias y su tez de alabastro,
había tenido por madre una gitana. Lo de cierto que pudiera haber en estas murmuraciones
nadie pudo nunca decirlo, porque la verdad era que don Dionís tuvo una vida
bastante azarosa en su juventud, y después de combatir largo tiempo bajo la
conducta del monarca aragonés, del cual recabó entre otras mercedes el feudo
del Moncayo, marchose a Palestina, en donde anduvo errante algunos años, para
volver por último a encerrarse en su castillo de Veratón con una hija pequeña,
nacida sin duda en aquellos países remotos. El único que hubiera podido decir
algo acerca del misterioso origen de Constanza, pues acompañó a don Dionís en
sus lejanas peregrinaciones, era el padre de Garcés, y éste había ya muerto
hacía bastante tiempo, sin decir una sola palabra sobre el asunto ni a su propio
hijo, que varias veces y con muestras de grande interés se lo había preguntado.
El carácter, tan pronto retraído y melancólico como bullicioso y alegre de Constanza,
la extraña exaltación de sus ideas, sus extravagantes caprichos, sus nunca vistas
costumbres, hasta la particularidad de tener los ojos y las cejas negros como
la noche, siendo blanca y rubia como el oro, habían contribuido a dar pábulo
a las hablillas de sus convecinos, y aún el mismo Garcés, que tan íntimamente
la trataba, había llegado a persuadirse que su señora era algo especial y no
se parecía a las demás mujeres.
Presente a la relación de Esteban, como los otros monteros, Garcés fue acaso
el único que oyó con verdadera curiosidad los pormenores de su increíble aventura,
y si bien no pudo menos de sonreír cuando el zagal repitió las palabras de la
corza blanca, desde que abandonó el soto en que habían sesteado comenzó a revolver
en su mente las más absurdas imaginaciones.
-No cabe duda que todo eso de hablar las corzas es pura aprensión de Esteban,
que es un completo mentecato -decía entre sí el joven montero mientras que,
jinete en un poderoso alazán, seguía paso a paso el palafrén de Constanza, la
cual también parecía mostrarse un tanto distraída y silenciosa, y retirada del
tropel de los cazadores, apenas tomaba parte en la fiesta-. Pero ¿quién dice
que en lo que refiere ese simple no existirá algo de verdad? -prosiguió pensando
el mancebo-. Cosas más extrañas hemos visto en el mundo, y una corza blanca
bien puede haberla, puesto que si se ha de dar crédito a las cantigas del país,
San Huberto, patrón de los cazadores, tenía una. ¡Oh, sí yo pudiese coger viva
una corza blanca para ofrecérsela a mi señora!
Así pensando y discurriendo pasó Garcés la tarde, y cuando ya el sol comenzó
a esconderse por detrás de las vecinas lomas y don Dionís mandó volver grupas
a su gente para tornar al castillo, separose sin ser notado de la comitiva y
echó en busca del zagal por lo más espeso e intrincado del monte.
La noche había cerrado casi por completo cuando don Dionís llegaba a las puertas
de su castillo. Acto continuo dispusiéronle una frugal colación y sentose con
su hija a la mesa.
-Y Garcés ¿dónde está? -preguntó Constanza, notando que su montero no se encontraba
allí para servirla como tenía de costumbre.
-No sabemos -se apresuraron a contestar los otros servidores-; desapareció de
entre nosotros cerca de la cañada, y ésta es la hora en que todavía no le hemos
visto.
En este punto llegó Garcés todo sofocado, cubierta aún de sudor la frente, pero
con la cara más regocijada y satisfecha que pudiera imaginarse.
-Perdonadme, señora -exclamó, dirigiéndose a Constanza-, perdonadme si he faltado
un momento a mi obligación; pero allá de donde vengo a todo el correr de mi
caballo, como aquí, sólo me ocupaba el serviros.
-¿En servirme? -repitió Constanza-: no comprendo lo que quieres decir.
-Sí, señora, en serviros -repitió el joven-, pues he averiguado que es verdad
que la corza blanca existe. A más de Esteban, lo dan por seguro otros varios
pastores, que juran haberla visto más de una vez, y con ayuda de los cuales
espero en Dios y en mi patrón San Huberto que antes de tres días, viva o muerta,
os la traeré al castillo.
-¡Bah!... ¡Bah!. -exclamó Constanza con aire de zumba, mientras hacían coro
a sus palabras las risas más o menos disimuladas de los circunstantes-; déjate
de cacerías nocturnas y de corzas blancas: mira que el diablo ha dado en la
flor de tentar a los simples, y si te empeñas en andarle a los talones, va a
dar que reír contigo cómo con el pobre Esteban.
-Señora -interrumpió Garcés con voz entrecortada y disimulando en lo posible
la cólera que le producía el burlón regocijo de sus compañeros-, yo no me he
visto nunca con el diablo, y, por consiguiente, no sé todavía cómo las gasta;
pero conmigo os juro que todo podrá hacer menos dar que reír, porque el uso
de ese privilegio sólo en vos sé tolerarlo.
Constanza conoció el efecto que su burla había producido en el enamorado joven;
pero deseando apurar su paciencia hasta lo último, tornó a decir en el mismo
tono:
-¿Y si al dispararle te saluda con alguna risa del género de la que oyó Esteban,
o se te ríe en la nariz, y al escuchar sus sobrenaturales carcajadas se te cae
la ballesta de las manos, y antes de reponerte del susto ya ha desaparecido
la corza blanca más ligera que un relámpago?
-¡Oh! -exclamó Garcés-: en cuanto
a eso, estad segura que como yo la topase a tiro de ballesta, aunque me hiciese
más momos que un juglar, aunque me hablara, no ya en romance, sino en latín,
como el abad de Munilla, no se iba sin un arpón en el cuerpo.
En este punto del diálogo terció don Dionís, y con una desesperante gravedad
a través de la que se adivinaba toda la ironía de sus palabras, comenzó a darle
al ya asendereado mozo los consejos más originales del mundo, para el caso de
que se encontrase de manos a boca con el demonio convertido en corza blanca.
A cada nueva ocurrencia de su padre, Constanza fijaba sus ojos en el atribulado
Garcés y rompía a reír como una loca, en tanto que los otros servidores esforzaban
las burlas con sus miradas de inteligencia y su mal encubierto gozo.
Mientras duró la colación prolongose esta escena, en que la credulidad del joven
montero, fue por decirlo así, el tema obligado del general regocijo; de modo
que cuando se levantaron los paños, y don Dionís y Constanza se retiraron a
sus habitaciones, y toda la gente del castillo se entregó al reposo, Garcés
permaneció un largo espacio de tiempo irresoluto, dudando si, a pesar de las
burlas de sus señores, proseguiría firme en su propósito o desistiría completamente
de la empresa.
-¡Qué diantre! -exclamó saliendo del estado de incertidumbre en que se encontraba:-
mayor mal del que me ha sucedido no puede sucederme, y si por el contrario,
es verdad lo que nos ha contado Esteban... ¡oh, entonces, cómo he de saborear
mi triunfo!
Esto diciendo, armó su ballesta, no sin haberle hecho antes la señal de la cruz
en la punta de la vira, y colocándosela a la espalda se dirigió a la poterna
del castillo para tomar la vereda del monte.
Cuando Garcés llegó a la cañada y al punto en que, según las instrucciones de
Esteban, debía aguardar la aparición de las corzas, la luna comenzaba a remontarse
con lentitud por detrás de los cercanos montes.
A fuer de buen cazador y práctico en el oficio, antes de elegir un punto a propósito
para colocarse al acecho de las reses, anduvo un buen rato de acá para allá
examinando las trochas y las veredas vecinas, la disposición de los árboles,
los accidentes del terreno, las curvas del río y la profundidad de sus aguas.
Por último, después de terminar este minucioso reconocimiento del lugar en que
se encontraba, agazapose en un ribazo junto a unos chopos de copas elevadas
y oscuras, a cuyo pie crecían unas matas de lentisco, altas lo bastante para
ocultar a un hombre echado en tierra.
El río, que desde las musgosas rocas donde tenía su nacimiento venía siguiendo
las sinuosidades del Moncayo, a entrar en la cañada por una vertiente, deslizándose
desde allí bañando el pie de los sauces que sombreaban sus orillas, o jugueteando
con alegre murmullo entre las piedras rodadas del monte, hasta caer en una hondura
próxima al lugar que servía de escondrijo al montero.
Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el aire con un rumor dulcísimo, los
sauces que inclinados sobre la limpia corriente humedecían en ella las puntas
de sus desmayadas ramas, y los apretados carrascales por cuyos troncos subían
y se enredaban las madreselvas y las campanillas azules, formaban un espeso
muro de follaje alrededor del remanso del río.
El viento, agitando los frondosos pabellones de verdura que derramaban en torno
de su flotante sombra, dejaba penetrar a intervalos un furtivo rayo de luz,
que brillaba como un relámpago de plata sobre la superficie de las aguas inmóviles
y profundas.
Oculto tras los matojos, con el oído atento al más leve rumor y la vista clavada
en el punto en donde según sus cálculos debían aparecer las corzas, Garcés esperó
inútilmente un gran espacio de tiempo.
Todo permanecía a su alrededor sumido en una profunda calma.
Poco a poco, y bien fuese que el peso de la noche, que ya había pasado de la
mitad, comenzara a dejarse sentir, bien que el lejano murmullo del agua, el
penetrante aroma de las flores silvestres y las caricias del viento comunicasen
a sus sentidos el dulce sopor en que parecía estar impregnada la Naturaleza
toda, el enamorado mozo que hasta aquel punto había estado entretenido revolviendo
en su mente las más halagüeñas imaginaciones, comenzó a sentir que sus ideas
se elaboraban con más lentitud y sus pensamientos tomaban formas más leves e
indecisas.
Después de mecerse un instante en ese vago espacio que media entre la vigilia
y el sueño, entornó al fin los ojos, dejó escapar la ballesta de sus manos y
se quedó profundamente dormido.
Cosa de dos horas o tres haría ya que el joven montero roncaba a pierna suelta,
disfrutando a todo sabor de uno de los sueños más apacibles de su vida, cuando
de repente entreabrió los ojos sobresaltado, e incorporándose a medias lleno
aún de ese estupor del que se vuelve en sí de improviso después de un sueño
profundo.
En las ráfagas del aire y confundido con los leves rumores de la noche, creyó
percibir un extraño rumor de voces delgadas, dulces y misteriosas que hablaban
entre sí, reían o cantaban cada cual por su parte y una cosa diferente, formando
una algarabía tan ruidosa y confusa como la de los pájaros que despiertan al
primer rayo del sol entre las frondas de una alameda.
Este extraño rumor sólo se dejó oír un instante, y después todo volvió a quedar
en silencio.
-Sin duda soñaba con las majaderías
que nos refirió el zagal -exclamó Garcés restregándose los ojos con mucha calma,
y en la firme persuasión de que cuanto había creído oír no era más que esa vaga
huella del ensueño que queda, al despertar, en la imaginación, como queda en
el oído la última cadencia de una melodía después que ha expirado temblando
la última nota. Y dominado por la invencible languidez que embargaba sus miembros,
iba a reclinar de nuevo la cabeza sobre el césped, cuando tornó a oír el eco
distante de aquellas misteriosas voces que, acompañándose del rumor del aire,
del agua y de las hojas cantaban así:
CORO
«El arquero que velaba en lo alto de la torre ha reclinado su pesada cabeza
en el muro.
Al cazador furtivo que esperaba sorprender la res, lo ha sorprendido el sueño.
El pastor que aguarda el día consultando las estrellas, duerme ahora y dormirá
hasta el amanecer.
Reina de las ondinas, sigue nuestros pasos.
Ven a mecerte en las ramas de los sauces sobre el haz del agua.
Ven a embriagarte con el perfume de las violetas que se abren entre las sombras.
Ven a gozar de la noche, que es el día de los espíritus.»
Mientras flotaban en el aire las suaves notas de aquella deliciosa música, Garcés
se mantuvo inmóvil. Después que se hubo desvanecido, con mucha precaución apartó
un poco las ramas, y no sin experimentar algún sobresalto vio aparecer las corzas,
que en tropel y salvando los matorrales con ligereza increíble unas veces, deteniéndose
como a escuchar otras jugueteando entre sí, ya escondiéndose entre la espesura,
ya saliendo nuevamente a la senda, bajaban del monte con dirección al remanso
del río.
Delante de sus compañeras, más ágil, más linda, más juguetona y alegre que todas,
saltando, corriendo, parándose y tornando a correr, de modo que parecía no tocar
el suelo con los pies, iba la corza blanca, cuyo extraño color destacaba como
una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles.
Aunque el joven se sentía dispuesto a ver en cuanto le rodeaba algo de sobrenatural
y maravilloso, la verdad del caso era que, prescindiendo de la momentánea alucinación
que turbó un instante sus sentidos, fingiéndole músicas, rumores y palabras,
ni en la forma de las corzas, ni en sus movimientos ni en los cortos bramidos
con que parecían llamarse, había nada con que no debiese estar ya muy familiarizado
un cazador práctico en esta clase de expediciones nocturnas.
A medida que desechaba la primera impresión, Garcés comenzó a comprenderlo así,
y riéndose interiormente de su incredulidad y su miedo, desde aquel instante
sólo se ocupó en averiguar, teniendo en cuenta la dirección que seguían, el
punto donde se hallaban las corzas.
Hecho el cálculo, cogió la ballesta entre los dientes, y arrastrándose como
una culebra por detrás de los lentiscos, fue a situarse obra de unos cuarenta
pasos más lejos del lugar en que antes se encontraba. Una vez acomodado en su
nuevo escondite esperó el tiempo suficiente para que las corzas estuvieran ya
dentro del río, a fin de hacer el tiro más seguro. Apenas empezó a escucharse
ese ruido particular que produce el agua que se bate a golpes o se agita con
violencia, Garcés comenzó a levantarse poquito a poco y con las mayores precauciones,
apoyándose en la tierra primero sobre la punta de los dedos, y después con una
de las rodillas.
Ya de pie, y cerciorándose a tientas de que el arma estaba preparada, dio un
paso hacia adelante, alargó el cuello por encima de los arbustos para dominar
el remanso, y tendió la ballesta; pero en el mismo punto en que, a par de la
ballesta, tendió la vista buscando el objeto que había de herir, se escapó de
sus labios un imperceptible e involuntario grito de asombro.
La luna, que había ido remontándose con lentitud por el ancho horizonte, estaba
inmóvil y como suspendida en la mitad del cielo. Su dulce claridad inundaba
el soto, abrillantaba la intranquila superficie del río, y hacía ver los objetos
como a través de una gasa azul.
Las corzas habían desaparecido.
En su lugar, lleno de estupor y casi de miedo, vio Garcés un grupo de bellísimas
mujeres, de las cuales unas entraban en el agua jugueteando, mientras las otras
acababan de despojarse de las ligeras túnicas que aún ocultaban a la codiciosa
vista el tesoro de sus formas.
En esos ligeros y cortados sueños de la mañana, ricos en imágenes risueñas y
voluptuosas, sueños diáfanos y celestes como la luz que entonces comienza a
transparentarse a través de las blancas cortinas del lecho, no ha habido nunca
imaginación de veinte años que bosquejase con los colores de la fantasía una
escena semejante a la que se ofrecía en aquel punto a los ojos del atónico Garcés.
Despojadas ya de sus túnicas y sus velos de mil colores, que destacaban sobre
el fondo suspendidos de los árboles o arrojados con descuido sobre la alfombra
del césped, las muchachas discurrían a su placer por el soto, formando grupos
pintorescos, y entraban y salían en el agua, haciéndola saltar en chispas luminosas
sobre las flores de la margen como una menuda lluvia de rocío.
Aquí una de ellas, blanca como el vellón de un cordero, sacaba su cabeza rubia
entre las verdes y flotantes hojas de una planta acuática, de la cual parecía
una flor a medio abrir, cuyo flexible tallo más bien se adivinaba que se veía
temblar debajo de los infinitos círculos de luz de las ondas.
Otra allá, con el cabello suelto
sobre los hombros, mecíase suspendida de la rama de un sauce sobre la corriente
del río, y sus pequeños pies, color de rosa, hacían una raya de plata al pasar
rozando la tersa superficie. En tanto que éstas permanecían recostadas aún al
borde del agua con los ojos azules adormidos, aspirando con voluptuosidad el
perfume de las flores y estremeciéndose ligeramente al contacto de la fresca
brisa, aquéllas danzaban en vertiginosa ronda, entrelazando caprichosamente
sus manos, dejando caer atrás la cabeza con delicioso abandono, e hiriendo el
suelo con el pie en alternada cadencia.
Era imposible seguirlas en sus ágiles movimientos, imposible abarcar con una
mirada los infinitos detalles del cuadro que formaban, unas corriendo, jugando
y persiguiéndose con alegres risas por entre el laberinto de los árboles; otras
surcando el agua como un cisne y rompiendo la corriente con el levantado seno;
otras, en fin, sumergiéndose en el fondo, donde permanecían largo rato para
volver a la superficie, trayendo una de esas flores extrañas que nacen escondidas
en el lecho de las aguas profundas.
La mirada del atónito montero vagaba absorta de un lado a otro, sin saber donde
fijarse, hasta que, sentado bajo un pabellón de verdura que parecía servirle
de dosel, y rodeado de un grupo de mujeres todas a cual más bellas, que la ayudaban
a despojarse de sus ligerísimas vestiduras, creyó ver el objeto de sus ocultas
adoraciones: la hija del noble don Dionís, la incomparable Constanza.
Marchando de sorpresa en sorpresa, el enamorado joven no se atrevía ya a dar
crédito ni al testimonio de sus sentidos, y creíase bajo la influencia de un
sueño fascinador y engañoso.
No obstante, pugnaba en vano por persuadirse de que todo cuanto veía era efecto
del desarreglo de su imaginación; porque mientras más la miraba, y más despacio,
más se convencía de que aquella mujer era Constanza.
No podía caber duda, no; suyos eran aquellos ojos oscuros y sombreados de largas
pestañas, que apenas bastaban a mortiguar la luz de sus pupilas; suyas aquella
rubia y abundante cabellera que, después de coronar su frente, se derramaba
por su blanco seno y sus redondas espaldas como una cascada de oro; suyos, en
fin aquel cuello airoso, que sostenía su lánguida cabeza, ligeramente inclinada
como una flor que se rinde al peso de las gotas de rocío, y aquellas voluptuosas
formas que él había soñado tal vez, y aquellas manos semejantes a manojos de
jazmines, y aquellos pies diminutos, comparables sólo con dos pedazos de nieve
que el sol no ha podido derretir y que a la mañana blanquean entre la verdura.
En el momento en que Constanza salió del bosquecillo, sin velo alguno que ocultase
a los ojos de su amante los escondidos tesoros de su hermosura, sus compañeras
comenzaron nuevamente a cantar estas palabras con una melodia dulcísima.
CORO
«Genios del aire, habitadores del luminoso éter, venid envueltos en un jirón
de niebla plateada.
Silfos invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos lirios, venid en vuestros
carros de nácar, a los que vuelan uncidas las mariposas.
Larvas de las fuentes, abandonad el techo de musgo y caed sobre nosotras en
menuda lluvia de perlas.
Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de fuego, mariposas negras, ¡venid!
Y venid vosotros todos, espíritus de la noche, venid zumbando como un enjambre
de insectos de luz y de oro.
Venid, que ya el astro protector de los misterios brilla en la plenitud de su
hermosura.
Venid, que ha llegado el momento de las transformaciones maravillosas.
Venid, que los que os aman os esperan impacientes.»
Garcés, que permanecía inmóvil, sintió al oír aquellos cantares misteriosos
que el áspid de los celos le mordía el corazón, y obedeciendo a un impulso más
poderoso que su voluntad, deseando romper de una vez el encanto que fascinaba
sus sentidos, separó con mano trémula y convulsa el ramaje que le ocultaba,
y de un solo salto se puso en la margen del río. El encanto se rompió, desvaneciose
todo como el humo, y al tender en torno suyo la vista, no vio ni oyó más que
el bullicioso tropel con que las tímidas corzas, sorprendidas en lo mejor de
sus nocturnos juegos, huían espantadas de su presencia, una por aquí, otra por
allá, cuál salvando de un salto los matorrales, cuál ganando a todo correr la
trocha del monte.
-¡Oh!, bien dije yo que todas estas cosas no eran más que fantasmagorías del
diablo -exclamó entonces el montero- pero por fortuna esta vez ha andado un
poco torpe dejándome entre las manos la mejor presa.
Y, en efecto, era así: la corza blanca, deseando escapar por el soto, se había
lanzado entre el laberinto de sus árboles, y enredándose en una red de madreselvas,
pugnaba en vano por desasirse. Garcés la encaró la ballesta; pero en el mismo
punto en que iba a herirla, la corza se volvió hacia el montero, y con voz clara
y aguda detuvo su acción con un grito, diciéndole:
-Garcés, ¿qué haces? -El joven vaciló y, después de un instante de duda, dejó
caer al suelo el arma, espantado a la sola idea de haber podido herir a su amante.
Una sonora y estridente carcajada vino a sacarle al fin de su estupor; la corza
blanca había aprovechado aquellos cortos instantes para acabarse de desenredar
y huir ligera como un relámpago, riéndose de la burla hecha al montero.
-¡Ah! condenado engendro de Satanás -dijo éste con voz espantosa, recogiendo
la ballesta con una rapidez indecible-; pronto has cantado la victoria, pronto
te has creído fuera de mi alcance; y esto diciendo, dejó volar la saeta, que
partió silbando y fue a perderse en la oscuridad del soto, en el fondo del cual
sonó al mismo tiempo un grito, al que siguieron después unos gemidos sofocados.
-¡Dios mío! -exclamó Garcés al percibir
aquellos lamentos angustiosos-. ¡Dios mío, si será verdad! Y fuera de sí, como
loco, sin darse cuenta apenas de lo que pasaba, corrió en la dirección en que
había disparado la saeta, que era la misma en que sonaban los gemidos. Llegó
al fin; pero al llegar, sus cabellos se erizaron de horror, las palabras se
anudaron en su garganta, y tuvo que agarrarge al tronco de un árbol para no
caer a tierra.
Constanza, herida por su mano, expiraba allí a su vista, revolcándose en su
propia sangre, entre las agudas zarzas del monte.