I
El rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, y para combatir con los enemigos
de la religión había apellidado en son de guerra a todo lo más florido de la
nobleza de sus reinos. Las silenciosas calles de Toledo resonaban noche y día
con el marcial rumor de los atabales y los clarines, y ya en la morisca puerta
de Visagra, ya en la del Cambrón, o en la embocadura del antiguo puente de San
Martín, no pasaba hora sin que se oyese el ronco grito de los centinelas, anunciando
la llegada de algún caballero que, precedido de su pendón señorial y seguido
de jinetes y peones, venía a reunirse al grueso del ejército castellano.
El tiempo que faltaba para emprender el camino de la frontera y concluir de
ordenar las huestes reales, discurría en medio de fiestas públicas, lujosos
convites y lucidos torneos, hasta que, llegada al fin la víspera del día señalado
de antemano por S. A. para la salida del ejército, se dispuso un postrer sarao,
con el que debieran terminar los regocijos.
La noche del sarao, el alcázar de los reyes ofrecía un aspecto singular. En
los anchurosos patios, alrededor de inmensas hogueras, y diseminados sin orden
ni concierto, se veía una abigarrada multitud de pajes, soldados, ballesteros
y gente menuda, quienes, éstos aderezando sus corceles y sus armas y disponiéndolos
para el combate; aquéllos saludando con gritos o blasfemias las inesperadas
vueltas de la fortuna, personificada en los dados del cubilete; los otros repitiendo
en coro el refrán de un romance de guerra, que entonaba un juglar acompañado
de la guzla; los de más allá comprando a un romero conchas, cruces y cintas
tocadas en el Sepulcro de Santiago, o riendo con locas carcajadas de los chistes
de un bufón, o ensayando en los clarines el aire bélico para entrar en la pelea,
propio de sus señores, o refiriendo antiguas historias de caballerías o aventuras
de amor, o milagros recientemente acaecidos, formaban un infernal y atronador
conjunto imposible de pintar con palabras.
Sobre aquel revuelto océano de cantares de guerra, rumor de martillos que golpeaban
los yunques, chirridos de limas que mordían el acero, piafar de corceles, voces
descompuestas, risas inextinguibles, gritos desaforados, notas destempladas,
juramentos y sonidos extraños y discordes, flotaban a intervalos, como un soplo
de brisa armoniosa, los lejanos acordes de la música del sarao.
Éste, que tenía lugar en los salones que formaban el segundo cuerpo del alcázar,
ofrecía a su vez un cuadro, si no tan fantástico, y caprichoso, más deslumbrador
y magnífico.
Por las extensas galerías que se
prolongaban a lo lejos formando un intrincado laberinto de pilastras esbeltas
y ojivas caladas y ligeras como el encaje; por los espaciosos salones vestidos
de tapices, donde la seda y el oro habían representado, con mil colores diversas
escenas de amor, de caza y de guerra, y adornados con trofeos de armas y escudos,
sobre los cuales vertían un mar de chispeante luz un sin número de lámparas
y candelabros de bronce, plata y oro, colgadas aquéllas de las altísimas bóvedas
y enclavados éstos en los gruesos sillares de los muros; por todas partes adonde
se volvían los ojos, se veía oscilar y agitarse en distintas direcciones una
nube de damas hermosas con ricas vestiduras chapadas en oro, redes de perlas
aprisionando sus rizos, joyas de rubíes llameando sobre su seno, plumas sujetas
en vaporoso cerco a un mango de marfil, colgadas del puño, y rostrillos de blancos
encajes que acariciaban sus mejillas, o alegres turbas de galanes con talabartes
de terciopelo, justillos de brocado y calzas de seda, borceguíes de tafilete,
capotillos de mangas perdidas y caperuza, puñales con pomo de filigrana y estoques
de corte bruñidos, delgados y ligeros.
Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que los ancianos miraban
desfilar con una sonrisa de gozo, sentados en los altos sitiales de alerce que
rodeaban el estrado real, llamaba la atención, por su belleza incomparable,
una mujer aclamada reina de la hermosura en todos los torneos y las cortes de
amor de la época, cuyos colores habían adoptado por emblema los caballeros más
valientes; cuyos encantos eran asunto de las copias de los trovadores más versados
en la ciencia del gay saber; a la que se volvían con asombro todas las miradas;
por la que suspiraban en secreto todos los corazones; alrededor de la cual se
veían agruparse con afán, como vasallos humildes en torno de su señora, los
más ilustres vástagos de la nobleza toledana, reunida en el sarao de aquella
noche.
Los que asistían de contínuo a formar el séquito de presuntos galanes de doña
Inés de Tordesillas, que tal era el nombre de esta celebrada hermosura, a pesar
de su carácter altivo y desdeñoso, no desmayaban jamás en sus pretensiones;
y éste, animado con una sonrisa que había creído adivinar en sus labios; aquél,
con una mirada benévola que juzgaba haber sorprendido en sus ojos; el otro,
con una palabra lisonjera, un ligerísimo favor o una promesa remota, cada cual
esperaba en silencio ser el preferido. Sin embargo, entre todos ellos había
dos que más particularmente se distinguían por su asiduidad y rendimiento, dos
que al parecer, si no los predilectos de la hermosa, podrían calificarse de
los más adelantados en el camino de su corazón. Estos dos caballeros, iguales
en cuna, valor y nobles prendas, servidores de un mismo rey y pretendientes
de una misma dama, llamábanse Alonso de Carrillo el uno, y el otro Lope de Sandoval.
Ambos habían nacido en Toledo; juntos habían hecho sus primeras armas, y en
un mismo día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés, se sintieron poseídos
de un secreto y ardiente amor por ella, amor que germinó algún tiempo retraído
y silencioso, pero que al cabo comenzaba a descubrirse y a dar involuntarias
señales en existencia en sus acciones y discursos.
En los torneos del Zocodover, en los juegos florales de la corte, siempre que
se les había presentado coyuntura para rivalizar entre sí en gallardía o donaire,
la habían aprovechado con afán ambos caballeros, ansiosos de distinguirse a
los ojos de su dama; y aquella noche, impelidos sin duda por un mismo afán,
trocando los hierros por las plumas y las mallas por los brocados y la seda,
de pie junto al sitial donde ella se reclinó un instante después de haber dado
una vuelta por los salones, comenzaron una elegante lucha de frases enamoradas
e ingeniosas o epigramas embozados y agudos.
Los astros menores de esta brillante constelación, formando un dorado semicírculo
en torno de ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas burlas; y la hermosa,
objeto de aquel torneo de palabras, aprobaba con una imperceptible sonrisa los
conceptos escogidos o llenos de intención que, ora salían de los labios de sus
adoradores como una ligera onda de perfume que halagaba su vanidad, ora partían
como una saeta aguda que iba a buscar, para clavarse en él, el punto más vulnerable
del contrario: su amor propio.
Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba a hacerse de cada vez
más crudo; las frases eran aún corteses en la forma, pero breves, secas, y al
pronunciarlas, si bien las acompañaba una ligera dilatación de los labios, semejante
a una sonrisa, los ligeros relámpagos de los ojos, imposibles de ocultar, demostraban
que la cólera hervía comprimida en el seno de ambos rivales.
La situación era insostenible. La dama lo comprendió así, y levantándose del
sitial se disponía a volver a los salones, cuando un nuevo incidente vino a
romper la valla del respetuoso comedimiento en que se contenían los dos jóvenes
enamorados. Tal vez con intención, acaso por descuido, doña Inés había dejado
sobre su falda uno de los perfumados guantes, cuyos botones de oro se entretenía
en arrancar uno a uno mientras duró la conversación. Al ponerse de pie, el guante
resbaló por entre los anchos pliegues de seda, y cayó en la alfombra. Al verle
caer, todos los caballeros que formaban su brillante comitiva se inclinaron
presurosos a recogerle, disputándose el honor de alcanzar un leve movimiento
de cabeza en premio de su galantería.
Al notar la precipitación con que todos hicieron el ademán de inclinarse, una
imperceptible sonrisa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la orgullosa
doña Inés, que después de hacer un saludo general a los galanes que tanto empeño
mostraban en servirla, sin mirar apenas y con la mirada alta y desdeñosa, tendió
la mano para recoger el guante en la dirección en que se encontraban Lope y
Alonso, los primeros que parecían haber llegado al sitio en que cayera. En efecto,
ambos jóvenes habían visto caer el guante cerca de sus pies, ambos se habían
inclinado con igual presteza a recogerle, y al incorporarse cada cual le tenía
asido por un extremo. Al verlos inmóviles, desafiándose en silencio con la mirada,
y decididos ambos a no abandonar el guante que acababan de levantar del suelo,
la dama dejó escapar un grito leve e involuntario, que ahogó el murmullo de
los asombrados espectadores, los cuales presentían una escena borrascosa, que
en el alcázar y en presencia del rey podría calificarse de un horrible desacato.
No obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos, midiéndose con los
ojos, de la cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas se revelase
más que por un ligero temblor nervioso, que agitaba sus miembros como si se
hallasen acometidos de una repentina fiebre.
Los murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto; la gente comenzaba
a agruparse en torno de los actores de la escena; doña Inés, o aturdida o complaciéndose
en prolongarla, daba vueltas de un lado a otro, como buscando donde refugiarse
y evitar las miradas de la gente, que cada vez acudía en mayor número. La catástrofe
era ya segura; los dos jóvenes habían
ya cambiado, algunas palabras en voz sorda, y mientras que
con la una mano sujetaban el guante con una fuerza convulsiva, parecían ya buscar
instintivamente con la otra el puño de oro de sus dagas, cuando se entreabrió
respetuosamente el grupo que formaban los espectadores, y apareció el rey.
Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni cólera en su ademán.
Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue bastante para darle a conocer
lo que pasaba. Con toda la galantería del doncel más cumplido, tomó el guante
de las manos de los caballeros, que, como movidas por un resorte, se abrieron
sin dificultad al sentir el contacto de la del monarca, y volviéndose a doña
Inés de Tordesillas, que apoyada en el brazo de una dueña, parecía próxima a
desmayarse, exclamó, presentándolo, con acento, aunque templado, firme:
-Tomad, señora, y cuidad de no dejarle caer en otra ocasión donde al devolvérsele,
os lo devuelva manchado en sangre.
Cuando el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no acertaremos a decir
si a impulsos de la emoción o por salir más airosa del paso, se había desvanecido
en brazos de los que la rodeaban.
Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio entre sus manos el birrete de terciopelo,
cuya pluma arrastraba por la alfombra, y el otro mordiéndose los labios hasta
hacerse brotar la sangre, se clavaron una mirada tenaz e intensa.
Una mirada en aquel lance equivalía a un bofetón, a un guante arrojado al rostro,
a un desafío a muerte.
II
Al llegar la media noche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el sarao,
y los curiosos de la plebe que aguardaban con impaciencia este momento, formando
grupos y corrillos en las avenidas del palacio, corrieron a estacionarse en
la cuesta del alcázar, los miradores y el Zocodover.
Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a estos puntos reinó un bullicio,
una animación y un movimiento indescriptible. Por todas partes se veían cruzar
escuderos caracoleando en sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas
con lujosas casullas llenas de escudos y blasones, timbaleros vestidos de colores
vistosos, soldados cubiertos de armaduras resplandecientes, pajes con capotillos
de terciopelo y birretes coronados de plumas, y servidores de a pie que precedían
las lujosas literas y las andas cubiertas de ricos paños, llevando en sus manos
grandes hachas encendidas, a cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud,
que, con cara atónita, labios entreabiertos y ojos espantados miraba desfilar
con asombro a todo lo mejor de la nobleza castellana, rodeada en aquella ocasión
de un fausto y un esplendor fabulosos.
Luego, poco a poco fue cesando el ruido y la animación; los vidrios de colores
de las altas ojivas del palacio dejaron de brillar; atravesó por entre los apiñados
grupos la última cabalgata; la gente del pueblo, a su vez, comenzó a dispersarse
en todas direcciones, perdiéndose entre las sombras del enmarañado laberinto
de calles oscuras, estrechas y torcidas, y ya no turbaba el profundo silencio
de la noche más que el grito lejano de vela de algún guerrero, el rumor de los
pasos de algún curioso que se retiraba el último, o el ruido que producían las
aldabas de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo alto de la escalinata que
conducía a la plataforma del palacio apareció un caballero, el cual, después
de tender la vista por todos lados como buscando a alguien que debía esperarle,
descendió lentamente hasta la cuesta del alcázar, por la que se dirigió hacia
el Zocodover.
Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y volvió a pasear la
mirada a su alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una sola estrella
en el cielo, ni en toda la plaza se veía una sola luz; no obstante, allá a lo
leios, y en la misma dirección en que comenzó a percibirse un ligero ruido como
de pasos que iban aproximándose, creyó distinguir el busto de un hombre: era,
sin duda, el mismo a quien parecía aguardaba con tanta impaciencia.
El caballero que acababa de abandonar el alcázar para dirigirse al Zocodover
era Alonso Carrillo, que, en razón al puesto de honor que desempeñaba cerca
de la persona del rey, había tenido que acompañarle en su cámara hasta aquellas
horas. El que saliendo de entre las sombras de los arcos que rodean la plaza
vino a reunírsele, Lope de Sandoval. Cuando los dos caballeros se hubieron reunido,
cambiaron algunas frases en voz baja.
-Presumí que me aguardabas -dijo el uno.
-Esperaba que lo presumirías -contestó el otro.
-Y ¿adónde iremos?
-A cualquiera parte en que se puedan hallar cuatro palmos de terreno donde revolverse
y un rayo de claridad que nos alumbre.
Terminado este brevísimo diálogo, los dos jóvenes se internaron por una de las
estrechas calles que desembocan en el Zocodover, desapareciendo en la oscuridad
como esos fantasmas de la noche que, después de aterrar un instante al que los
ve, se deshacen en átomos de niebla y se confunden en seno de las sombras.
Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de Toledo, buscando
un lugar a propósito para terminar sus diferencias; pero la oscuridad de la
noche era tan profunda, que el duelo parecía imposible. No obstante, ambos deseaban
batirse, y batirse antes que rayase el alba, pues al amanecer debían partir
las huestes reales, y Alonso con ellas.
Prosiguieron, pues, cruzando al
azar plazas desiertas, pasadizos sombríos, callejones estrechos y tenebrosos,
hasta que por último, vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y moribunda,
en torno de la cual, la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y dudosa.
Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en uno de sus
extremos parecía ser la del farolillo que alumbraba en aquella época, y alumbra
aún, a la imagen que le da su nombre.
Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo, y apresurando el
paso en su dirección, no tardaron mucho en encontrarse junto al retablo en que
ardía.
Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen del Redentor
enclavado en la cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas
que lo defendían de la intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una cuerda
que lo iluminaba débilmente, vacilando al impulso del aire, formaban todo el
retablo, alrededor del cual colgaban algunos festones de hiedra que habían crecido
entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie de pabellón de verdura.
Los caballeros, después de saludar respetuosamente la imagen de Cristo, quitándose
los birretes y murmurando en voz baja una corta oración, reconocieron el terreno
con una ojeada, echaron a tierra sus mantos, y apercibiéndose mutuamente para
el combate y dándose la señal con un leve movimiento de cabeza, cruzaron los
estoques. Pero apenas se habían tocado los aceros y antes que ninguno de los
combatientes hubiesen podido dar un solo paso o intentar un golpe, la luz se
apagó de repente y la calle quedó sumida en la oscuridad más profunda. Como
guiados de un mismo pensamiento y al verse rodeados de repentinas tinieblas,
los dos combatientes dieron un paso atrás, bajaron al suelo las puntas de sus
espadas y levantaron los ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes apagada,
volvió a brillar de nuevo al punto en que hicieron ademán de suspender la pelea.
-Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar -exclamó Carrillo
volviendo a ponerse en guardia y previniendo con una voz a Lope, que parecía
preocupado.
Lope dio un paso adelante para recuperar el terreno perdido, tendió el brazo
y los aceros se tocaron otra vez; mas al tocarse, la luz se tornó a apagar por
sí misma, permaneciendo así mientras no se separaron los estoques.
-En verdad que esto es extraño -murmuró Lope mirando al farolillo, que espontáneamente
había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud en el aire, derramando una
claridad trémula y extraña sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada
a los pies del Cristo.
-¡Bah! -dijo Alonso-. Será que la beata encargada de cuidar del farol del retablo
sisa a los devotos y escasea el aceite, por lo cual la luz, próxima a morir,
luce y se oscurece a intervalos en señal de agonía. Y dichas estas palabras,
el impetuoso joven tornó a colocarse en actitud de defensa. Su contrario le
imitó; pero esta vez, no tan sólo volvió a rodearlos una sombra espesísima e
impenetrable, sino que al mismo tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una
voz misteriosa, semejante a esos largos gemidos del vendaval que parece que
se queja y articula palabras al correr aprisionado por las torcidas, estrechas
y tenebrosas calles de Toledo.
Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla,
ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas
se escaparon de sus manos, el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía
un temblor involuntario, y por sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó
a correr un sudor frío como el de la muerte.
La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a resucitar, y las tinieblas
se disiparon.
¡Ah! -exclamó Lope al ver a su contrario entonces, y en otros días su mejor
amigo, asombrado como él, como él pálido e inmóvil-; Dios no quiere permitir
este combate, porque es una lucha fratricida; porque un combate entre nosotros
ofende al cielo, ante el cual nos hemos jurado cien veces una amistad eterna.
Y esto diciendo se arrojó en los brazos de Alonso, que le estrechó entre los
suyos con una fuerza y una efusión indecibles.
III
Pasados algunos minutos, durante los cuales ambos jóvenes se dieron toda clase
de muestras de amistad y cariño, Alonso tomó la palabra, y con acento conmovido
aún por la escena que acabamos de referir, exclamó dirigiéndose a su amigo:
-Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro si tanto como yo, pero la amas. Puesto
que un duelo entre nosotros es imposible, resolvámonos a encomendar nuestra
suerte en sus manos. Vamos en su busca; que ella decida con libre albedrío cuál
ha de ser el dichoso, cuál el infeliz. Su decisión será respetada por ambos,
y el que no merezca sus favores mañana saldrá con el rey de Toledo, e irá a
buscar el consuelo del olvido en la agitación de la guerra.
-Pues tú lo quieres, sea -contestó Lope.
Y el uno apoyado en el brazo del otro, los dos amigos se dirigieron hacia la
catedral, en cuya plaza, y en un palacio del que ya no quedan ni aun los restos,
habitaba doña Inés de Tordesillas.
Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos de los deudos de doña Inés,
sus hermanos entre ellos, marchaban al otro día con el ejército real, no era
imposible que en las primeras horas de la mañana pudiesen penetrar en su palacio.
Animados con esta esperanza llegaron,
en fin, al pie de la gótica torre del templo; mas al llegar a aquel punto, un
ruido particular llamó su atención y deteniéndose en uno de los ángulos, ocultos
entre las sombras de los altos machones que flaquean los muros, vieron, no sin
grande asombro, abrirse el balcón del palacio de su dama, aparecer en él un
hombre que se deslizó hasta el suelo con la ayuda de una cuerda, y, por último,
una forma blanca, doña Inés sin duda, que, inclinándose sobre el calado antepecho,
cambió algunas tiernas frases de despedida con su misterioso galán.
El primer movimiento de los dos jóvenes fue llevar las manos al puño de sus
espadas; pero deteniéndose como heridos de una idea súbita, volvieron los ojos
a mirarse, y se hubieron de encontrar con una cara de asombro tan cómica, que
ambos prorrumpieron en una ruidosa carcajada, carcajada que, repitiéndose de
eco en eco en el silencio de la noche, resonó en toda la plaza y llegó hasta
el palacio.
Al oírla, la forma blanca desapareció del balcón, se escuchó el ruido de las
puertas que se cerraron con violencia, y todo volvió a quedar en silencio.
Al día siguiente, la reina, colocada en un estrado lujosísimo, veía desfilar
las huestes que marchaban a la guerra de moros teniendo a su lado a las damas
más principales de Toledo. Entre ellas estaba doña Inés de Tordesillas, en la
que aquel día, como siempre, se fijaban todos los ojos; pero, según a ella le
parecía advertir, con diversa expresión que la de costumbre. Diríase que en
todas las curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una sonrisa burlona.
Este descubrimiento no dejaba de inquietarla algo, sobre todo teniendo en cuenta
las ruidosas carcajadas que la noche anterior había creído percibir a lo lejos
y en uno de los ángulos de la plaza, cuando cerraba el balcón y despedía a su
amante; pero al mirar aparecer entre las filas de los combatientes, que pasaban
por debajo del estrado lanzando chispas de fuego de sus brillantes armaduras,
y envueltos en una nube de polvo, los pendones reunidos de las casas de Carrillo
y Sandoval; al ver la significativa sonrisa que al saludar a la reina le dirigieron
los dos antiguos rivales que cabalgaban juntos, todo lo adivinó, y la púrpura
de la vergüenza enrojeció su frente y brilló en sus ojos una lágrima de despecho.