El sol se había puesto: las nubes,
que cruzaban hechas jirones sobre mi cabeza, iban a amontonarse unas sobre otras
en el horizonte lejano. El viento frío de las tardes de otoño arremolinaba las
hojas secas a mis pies.
Yo estaba sentado al borde de un camino, por donde siempre vuelven menos de
los que van.
No sé en qué pensaba, si en efecto pensaba entonces en alguna cosa. Mi alma
temblaba a punto de lanzarse al espacio, como el pájaro tiembla y agita ligeramente
las alas antes de levantar el vuelo.
Hay
momentos en que, merced a una serie de abstracciones, el espíritu se sustrae
a cuanto le rodea, y replegándose en sí mismo analiza y comprende todos los
misteriosos fenómenos de la vida interna del hombre.
Hay otros en que se desliga de la carne, pierde su personalidad y se confunde
con los elementos de la Naturaleza, se relaciona con su modo de ser y traduce
su incomprensible lenguaje.
Yo me hallaba en uno de estos últimos momentos, cuando solo y en medio de la
escueta llanura oí hablar cerca de mí.
Eran dos hojas secas las que hablaban, y éste, poco más o menos, su extraño
diálogo:
-¿De dónde vienes, hermana?
-Vengo de rodar con el torbellino, envuelta en la nube de polvo y de las hojas
secas nuestras compañeras, a lo largo de la interminable llanura. ¿Y tú?
-Yo he se guido algún tiempo la corriente del río, hasta que el vendaval me
arrancó de entre el légamo y los juncos de la orilla.
-¿Y adónde vas?
-No lo sé: ¿lo sabe acaso el viento que me empuja?
-¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar amarillas y secas arrastrándonos por
la tierra, nosotras que vivimos vestidas de color y de luz meciéndonos en el
aire?
-¿Te acuerdas de los hermosos días en que brotamos; de aquella apacible mañana
en que, roto el hinchado botón que nos servía de cuna, nos desplegamos al templado
beso del sol como un abanico de esmeraldas?
-¡Oh! ¡Qué dulce era sentirse balanceada por la brisa a aquella altura, bebiendo
por todos los poros el aire y la luz!
-¡Oh! ¡Qué hermoso era ver correr el agua del río que lamía las retorcidas raíces
del añoso tronco que nos sustentaba, aquel agua limpia y transparente que copiaba
como un espejo el azul del cielo, de modo que creíamos vivir suspendidas entre
dos abismos azules!
-¡Con qué placer nos asomábamos por cima de las verdes frondas para vernos retratadas
en la temblorosa corriente!
-¡Cómo cantábamos juntas imitando el rumor de la brisa y siguiendo el ritmo
de las ondas!
-Los insectos brillantes revoloteaban desplegando sus alas de gasa a nuestro
alrededor.
-Y las mariposas blancas y las libélulas azules, que giran por el aire en extraños
círculos, se paraban un momento en nuestros dentellados bordes a contarse los
secretos de ese misterioso amor que dura un instante y les consume la vida.
-Cada cual de nosotras era una nota en el concierto de los bosques.
-Cada cual de nosotras era un tono en la armonía de su color.
-En las noches de luna, cuando su plateada luz resbalaba sobre la cima de los
montes, ¿te acuerdas cómo charlábamos en voz baja entre las diáfanas sombras?
-Y referíamos con un blando susurro las historias de los silfos que se columpian
en los hilos de oro que cuelgan las arañas entre los árboles.
-Hasta que suspendíamos nuestra monótona charla para oír embebecidas las quejas
del ruiseñor, que había escogido nuestro tronco por escabel.
-Y eran tan tristes y tan suaves sus lamentos que, aunque llenas de gozo al
oírle, nos amanecía llorando.
-¡Oh! ¡Qué dulces eran aquellas lágrimas que nos prestaba el rocío de la noche
y que resplandecían con todos los colores del iris a la primera luz de la aurora!
-Después vino la alegre banda de jilgueros a llenar de vida y de ruidos el bosque
con la alborozada y confusa algarabía de sus cantos.
-Y una enamorada pareja colgó junto a nosotras su redondo nido de aristas y
de plumas.
-Nosotras servíamos de abrigo a los pequeñuelos contra las molestas gotas de
la lluvia en las tempestades de verano.
-Nosotras les servíamos de dosel y los defendíamos de los importunos rayos del
sol.
-Nuestra vida pasaba como un sueño de oro, del que no sospechábamos que se podría
despertar.
-Una hermosa tarde en que todo parecía sonreír a nuestro alrededor, en que el
sol poniente encendía el ocaso y arrebolaba las nubes, y de la tierra ligeramente
húmeda se levantaban efluvios de vida y perfumes de flores, dos amantes se detuvieron
a la orilla del agua y al pie del tronco que nos sostenía.
-¡Nunca se borrará ese recuerdo
de mi memoria. Ella era joven, casi una niña, hermosa y pálida. Él le decía
con ternura: -¿Por qué lloras? -Perdona este involuntario sentimiento de egoísmo
-le respondió ella enjugándose una lágrima-; lloro por mí. Lloro la vida que
me huye: cuando el cielo se corona de rayos de luz, y la tierra se viste de
verdura y de flores, y el viento trae perfumes y cantos de pájaros y armonías
distantes, y se ama y se siente una amada, ¡la vida es buena! -¿Y por qué no
has de vivir? -insistió él estrechándole las manos conmovido. -Porque es imposible.
Cuando caigan secas esas hojas que murmuran armoniosas sobre nuestras cabezas,
yo moriré también, y el viento llevará algún día su polvo y el mío ¿quién sabe
adónde?
Yo lo oí y tú lo oíste, y nos estremecimos y callamos. ¡Debíamos secarnos! ¡Debíamos
morir y girar arrastradas por los remolinos del viento! Mudas y llenas de terror
permanecíamos aún cuando llegó la noche. ¡Oh! ¡Qué noche tan horrible!
-Por la primera vez faltó a su cita el enamorado ruiseñor que la encantaba con
sus quejas.
-A poco volaron los pájaros, y con ellos sus pequeñuelos ya vestidos de plumas;
y quedó el nido solo, columpiándose lentamente y triste como la cuna vacía de
un niño muerto.
Y huyeron las mariposas blancas y las libélulas azules, dejando su lugar a los
insectos oscuros que venían a roer nuestras fibras y a depositar en nuestro
seno sus asquerosas larvas.
-¡Oh! ¡Y cómo nos estremecíamos encogidas al helado contacto de las escarchas
de la noche!
-Perdimos el color y la frescura.
-Perdimos la suavidad y la forma, y lo que antes al tocarnos era como rumor
de besos, como murmullo de palabras de enamorados, luego se convirtió en áspero
ruido, seco, desagradable y triste.
-¡Y al fin volamos desprendidas!
-Hollada bajo el pie del indiferente pasajero, sin cesar arrastrada de un punto
a otro entre el polvo y el fango, me he juzgado dichosa cuando podía reposar
un instante en el profundo surco de un camino.
-Yo he dado vueltas sin cesar, arrastrada por la turbia corriente, y en mi larga
peregrinación vi, solo, enlutado y sombrío, contemplando con una mirada distraída
las aguas que pasaban y las hojas secas que marcaban su movimiento, a uno de
los dos amantes cuyas palabras nos hicieron presentir la muerte.
-¡Ella también se desprendió de la vida y acaso dormirá en una fosa reciente,
sobre la que yo me detuve un momento!
-¡Ay! Ella duerme y reposa al fin; pero nosotras, ¿cuándo acabaremos este largo
viaje?...
-¡Nunca!... Ya el viento que nos dejó reposar un punto vuelve a soplar, y ya
me siento estremecida para levantarme de la tierra y seguir con él. ¡Adiós,
hermana!
-¡Adiós!...
Silbó el aire, que había permanecido un momento callado, y las hojas se levantaron
en confuso remolino, perdiéndose a lo lejos entre las tinieblas de la noche.
Y yo pensé entonces algo que no puedo recordar, y que, aunque lo recordase,
no encontraría palabras para decirlo.