Hace algunos meses que visitando
la célebre abadía de Fitero y ocupándome en revolver algunos volúmenes en su
abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos
de música bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por
los ratones.
Era un Miserere.
Yo no sé la música; pero la tengo tanta afición, que, aun sin entenderla, suelo
coger a veces la partitura de una ópera, y me paso las horas muertas hojeando
sus páginas, mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los
semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras, que llaman llaves,
y todo esto sin comprender una jota ni sacar maldito el provecho.
Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la
atención fue qué, aunque en la última página había esta palabra latina, tan
vulgar en todas las obras, finis, la verdad era que el Miserere
no estaba terminado, porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo versículo.
Esto fue sin duda lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me
fijé un poco en las hojas de música, me chocó más aún el observar que en vez
de esas palabras italianas que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando,
piú vivo, a piacere, había unos renglones escritos con letra muy menuda
y en alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan difíciles
de hacer como esto; Crujen... crujen los huesos, y de sus médulas han de
parecer que salen los alaridos; o esta otra: La cuerda aúlla sin discordar,
el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo, y no se confunde nada,
y todo es la Humanidad que solloza y gime, o la más original de todas, sin
duda, recomendaba al pie del último versículo: Las notas son huesos cubiertos
de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía... ¡fuerza!... fuerza
y dulzura.
-¿Sabéis qué es esto? -pregunté a un viejecito que me acompañaba, al acabar
de medio traducir estos renglones, que parecían frases escritas por un loco.
El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.
I
Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral
de esta abadía un romero, y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un
pedazo de pan con que satisfacer su hambre, y un albergue cualquiera donde esperar
la mañana y proseguir con la luz del sol su camino.
Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar, puso el hermano a
quien se hizo esta demanda a disposición del caminante, al cual, después que
se hubo repuesto de su cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería
y del punto a que se encaminaba.
-Yo soy músico -respondió el interpelado-, he nacido muy lejos de aquí, y en
mi patria gocé un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma
poderosa de seducción, y encendí con él pasiones que me arrastraron a un crimen.
En mi vejez quiero convertir al bien las facultades que he empleado para el
mal, redimiéndome por donde mismo pude condenarme.
Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras
al hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado
por ésta continuara en sus preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:
-Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar
pedirle a Dios misericordia, no encontraba palabras para expresar dignamente
mi arrepentimiento, cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad sobre un
libro santo. Abrí aquel libro y en una de sus páginas encontré un gigante grito
de contrición verdadera, un salmo de David, el que comienza ¡Miserere mei,
Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento
fue hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a contener
el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la he encontrado; pero si
logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza,
estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso, que no hayan
oído otro semejante los nacidos: tal y tan desgarrador, que al escuchar el primer
acorde los arcángeles, dirán conmigo cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose
al Señor: ¡misericordia!, y el Señor la tendrá de su pobre criatura.
El romero, al llegar a este punto de su narración, calló por un instante; y
después, exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano
lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de
los frailes, que formaban círculo alrededor del hogar, le escuchaban en un profundo
silencio.
-Después -continuó- de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte
de este país clásico para la música religiosa, aún no he oído un Miserere
en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y he oído tantos, que puedo decir
que los he oído todos.
-¿Todos? -dijo entonces interrumpiéndole uno de los rabadanes-. ¿A qué no habéis
oído aún el Miserere de la Montaña?
-¡El Miserere de la Montaña! -exclamó el músico con aire de extrañeza-.
¿Qué Miserere es ése?
-¿No dije? -murmuró el campesino; y luego prosiguió con una entonación misteriosa-.
Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los que como yo andan día
y noche tras el ganado por entre breñas y peñascales, es toda una historia;
una historia muy antigua, pero tan verdadera como al parecer increíble.
Es
el caso, que en lo más fragoso de esas cordilleras, de montañas que limitan
el horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo hace ya
muchos años, ¡que digo muchos años!, muchos siglos, un monasterio famoso; monasterio
que, a lo que parece, edificó a sus expensas un señor con los bienes que había
de legar a su hijo, al cual desheredó al morir, en pena de sus maldades.
Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo, que, por lo que se
verá más adelante, debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo
en persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los religiosos, y
de que su castillo se había transformado en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros,
camaradas suyos en la vida de perdición que emprendiera al abandonar la casa
de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monjes se hallaban en
el coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían comenzado el Miserere,
pusieron fuego al monasterio, saquearon la iglesia, y a éste quiero, a aquél
no, se dice que no dejaron fraile con vida.
Después de esta atrocidad, se marcharon los bandidos y su instigador con ellos,
adonde no se sabe, a los profundos tal vez.
Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aún quedan en
pie las ruinas sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada, que, después
de estrellarse de peña en peña, forma el riachuelo que viene a bañar los muros
de esta abadía.
-Pero -interrumpió impaciente el músico- ¿y el Miserere?
-Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán-, que todo irá por partes. Dicho
lo cual, siguió así su historia:
-Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen: de padres a hijos
y de hijos a nietos se refirió con horror en las largas noches de velada; pero
lo que mantiene más viva su memoria, es que todos los años, tal noche como la
en que se consumó, se ven brillar luces a través de las rotas ventanas de la
iglesia; se oye como una especie de música extraña y unos cantos lúgubres y
aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del aire.
Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para presentarse
en el tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del purgatorio a impetrar
su misericordia cantando el Miserere.
Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo
el romero, que parecía vivamente preocupado con la narración de la historia,
preguntó con ansiedad al que la había referido:
-¿Y decís que ese portento se repite aún?
-Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque precisamente esta noche
es la de jueves Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.
-¿A qué distancia se encuentra el monasterio?
-A una legua y media escasa...; pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche
como ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios! -exclamaron todos al ver que el
romero, levantándose de su escaño y tomando el bordón, abandonaba el hogar para
dirigirse a la puerta.
-¿A dónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere,
el Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos, y saben
lo que es morir en el pecado.
Y esto, diciendo, desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos
atónitos pastores.
El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase
por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios
de las ventanas, y de cuando en cuando la luz de un relámpago iluminaba por
un instante todo el horizonte que desde ellas se descubría.
Pasado el primer momento de estupor, exclamó el lego:
-¡Está loco!
-¡Está loco! -repitieron los pastores; y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon
alrededor del hogar.
II
Después de una o dos horas de camino, el misterioso personaje que calificaron
de loco en la abadía remontando la corriente del riachuelo que le indicó el
rabadán de la historia, llegó al punto en que se levantaban negras e imponentes
las ruinas del monasterio.
La lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre cuyos
jirones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire,
al azotar los fuertes machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase
que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir
la imaginación. Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que las
ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario; al que había arrostrado
en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran
familiares.
Las gotas de agua que se filtraban
por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas con un rumor
acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que graznaba
refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen, de pie aún en el hueco de un
muro; el ruido de los reptiles, que despiertos de su letargo por la tempestad
sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen, o se arrastraban
por entre los jaramagos y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las
junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia,
todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la
noche, llegaban perceptibles al oído del romero que, sentado sobre la mutilada
estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el
prodigio.
Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores
seguían sonando y combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos.
-¡Si me habrá engañado! -pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido
nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos
segundos antes de sonar la hora: ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se
dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su misteriosa
vitalidad mecánica, y sonó una campanada..., dos..., tres..., hasta once.
En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre ya siquiera.
Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, la última campanada; todavía
se escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito
que cobijaban las esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares
de las ojivas, los calados antepechos del coro, los festones de tréboles de
las cornisas, los negros machones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la
iglesia entera, comenzó a iluminarse espontáneamente, sin que se viese una antorcha,
un cirio o una lámpara que derramase aquella insólita claridad.
Parecía como un esqueleto, de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico
que brilla y humea en la oscuridad como una luz azulada, inquieta y medrosa.
Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte
contracciones que parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún
que la inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las piedras
se reunieron a piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos
sin orden, se levantó intacta como si acabase de dar en ella su último golpe
de cincel el artífice, y al par del ara se levantaron las derribadas capillas,
los rotos capiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose
y enlazándose caprichosamente entre sí, formaron con sus columnas un laberinto
de pórfido.
Un vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano que pudiera confundirse
con el zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves,
que parecía salir del seno de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose
cada vez más perceptible.
El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su
fanatismo por todo lo desusado y maravilloso, y alentado por él dejó la tumba
sobre que reposaba, se inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba
el torrente, despeñándose con un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos
se erizaron de horror.
Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los
pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos
dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos
de los monjes, que fueron arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio,
salir del fondo de las aguas, y agarrándose con los largos dedos de sus manos
de hueso a las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta tocar el borde,
diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor,
el primer versículo del salmo de David:
¡Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!
Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos hileras,
y penetrando en él, fueron a arrodillarse en el coro, donde con voz más levantada
y solemne prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba
al compás de sus voces: aquella música era el rumor distante del trueno, que
desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que
gemía en la concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada que caía
sobre las rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del búho escondido,
y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música, y algo más que
no puede explicarse ni apenas concebirse, algo más que parecía como el eco de
un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del
Rey Salmista, con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.
Siguió la ceremonia; el músico que la presenciaba, absorto y aterrado, creía
estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño en que
todas las cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales.
Un sacudimiento terrible vino a sacarle de aquel estupor que embargaba todas
las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una emoción
fortísima, sus dientes chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir,
y el frío penetrar hasta la médula de los huesos.
Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere:
In iniquitatibus conceptus sum: et
in peccatis concepit me mater mea.
Al resonar
este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó
un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado a la Humanidad
entera por la conciencia de sus maldades, un grito horroroso, formado de todos
los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas
las blasfemias de la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete de los
que viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad.
Prosiguió el canto, ora tristísimo
y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempestad,
haciendo suceder a un relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta que
merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste;
las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa
brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se
vio el cielo como un océano de lumbre abierto a la mirada de los justos.
Los serafines, los arcángeles, los ángeles y las jerarquías acompañaban con
un himno de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como
una tromba armónica, como una gigantesca espiral de sonoro incienso:
Auditui meo dabis gaudium et lœtitiam: et exultabunt ossa humiliata.
En este punto la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero, sus sienes
latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra,
y nada más oyó.
III
Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el
hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron
entrar por sus puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.
-¿Oísteis al cabo el Miserere? -le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego,
lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.
-Sí -respondió el músico.
-¿Y qué tal os ha parecido?
-Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa -prosiguió dirigiéndose al
abad-; un asilo y pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal del
arte, un Miserere que borre mis culpas a los ojos de Dios, eternice mi
memoria y eternice con ella la de esta abadía.
Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda;
el abad, por compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin a ella, y el
músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.
Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba,
y parecía como escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se dilataban sus
pupilas, saltaba en el asiento, y exclamaba: -¡Eso es; así, así, no hay duda...,
así! Y proseguía escribiendo notas con una rapidez febril, que dio en más de
una ocasión que admirar a los que le observaban sin ser vistos.
Escribió los primeros versículos y los siguientes, y hasta la mitad del Salmo,
pero al llegar al último que había oído en la montaña, le fue imposible proseguir.
Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores; todo inútil. Su música no se
parecía a aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados, y perdió
el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió,
en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron
los frailes a su muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.
Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver
otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que
aún estaba abierto sobre una de las mesas.
In
peccatis concepit me mater mea
Éstas eran
las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de
mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos en
la música.
Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.
¿Quién sabe sí no serán una locura?