Cantiga
provenzal
«Yo fui el verdadero Teobaldo de Montagut,
barón
de Fortcastell. Noble o villano,
señor
o pechero, tú, cualquiera que seas,
que
te detienes un instante al borde de mi sepultura,
cree
en Dios, como yo he creído, y ruégale por mí.»
Nobles
aventureros que, puesta la lanza en la cuja, caída la visera del casco y jinetes
sobre un corcel poderoso, recorréis la tierra sin más patrimonio que vuestro
nombre clarísimo y vuestro montante, buscando honra y prez en la profesión de
las armas: si al atravesar el quebrado valle de Montagut os han sorprendido
en él la tormenta y la noche, y habéis encontrado un refugio en las ruinas del
monasterio que aún se ve en su fondo, oídme.
II
Pastores que seguís con lento paso a vuestras ovejas, que pacen derramadas por
las colinas y las llanuras: si al conducirlas al borde del transparente riachuelo
que corre, forcejea y salta por entre los peñascos del valle de Montagut, en
el rigor del verano y en una siesta de fuego habéis encontrado la sombra y el
reposo al pie de las derruidas arcadas del monasterio, cuyos musgosos pilares
besan las ondas, oídme.
III
Niñas de las cercanas aldeas, lirios silvestres que crecéis felices al abrigo
de vuestra humildad: si en la mañana del santo Patrono de estos lugares, al
bajar al valle de Montagut a coger tréboles y margaritas con que embellecer
su retablo, venciendo el temor que os inspira el sombrío monasterio que se alza
en sus peñas, habéis penetrado en su claustro mudo y desierto para vagar entre
sus abandonadas tumbas, a cuyos bordes crecen las margaritas más dobles y los
jacintos más azules, oídme.
IV
Tú, noble caballero, tal vez al resplandor de un relámpago; tú, pastor errante,
calcinado por los rayos del sol; tú, en fin, hermosa niña, cubierta aún con
gotas de rocío semejantes a lágrimas: todos habréis visto en aquel santo lugar
una tumba, una tumba humilde. Antes la componían una piedra tosca y una cruz
de palo; la cruz ha desaparecido y sólo queda la piedra. En esa tumba, cuya
inscripción es el mote de mi canto, reposa en paz el último barón de Fortcastell,
Teobaldo de Montagut, del cual voy a referiros la peregrina historia.
I
Cuando la noble condesa de Montagut estaba en cinta de su primogénito Teobaldo,
tuvo un ensueño misterioso y terrible. Acaso un aviso de Dios; tal vez una vana
fantasía que el tiempo realizó más adelante. Soñó que en su seno engendraba
una serpiente, una serpiente monstruosa que, arrojando agudos silbidos, y ora
arrastrándose entre la menuda hierba, ora replegándose sobre sí misma para saltar,
huyó de su vista, escondiéndose al fin entre unas zarzas.
-¡Allí está!, ¡allí está! -gritaba la condesa en su horrible pesadilla, señalando
a sus servidores la zarza en que se había escondido el asqueroso reptil.
Cuando sus servidores llegaron presurosos al punto que la noble dama, inmóvil
y presa de un profundo terror, les señalaba aún con el dedo, una blanca paloma
se levantó de entre las breñas y se remontó a las nubes.
La serpiente había desaparecido.
II
Teobaldo vino al mundo. Su madre murió al darlo a luz, su padre pereció algunos
años después en una emboscada, peleando como bueno contra los enemigos de Dios.
Desde este punto, la juventud del primogénito de Fortcastell sólo puede compararse
a un huracán. Por donde pasaba se veía señalando su camino un rastro de lágrimas
y de sangre. Ahorcaba a sus pecheros, se batía con sus iguales, perseguía a
las doncellas, daba de palos a los monjes, y en sus blasfemias y juramentos
ni dejaba santo en paz ni cosa sagrada que no maldijese.
III
Un día que salió de caza y que,
como era su costumbre, hizo entrar a guarecerse de la lluvia a toda su endiablada
comitiva de pajes licenciosos, arqueros desalmados y siervosenvilecidos, con
perros, caballos y gerifaltes, en la iglesia de una aldea de sus dominios, un
venerable sacerdote, arrostrando su cólera y sin temer los violentos arranques
de su carácter impetuoso, le conjuró, en nombre del Cielo y llevando una hostia
consagrada en sus manos, a que abandonase aquel lugar y fuese a pie y con un
bordón de romero a pedir al Papa la absolución de sus culpas.
-¡Déjeme en paz, viejo loco! -exclamó Teobaldo al oírle-; déjeme en paz; o,
ya que no he encontrado una sola pieza durante el día, te suelto mis perros
y te cazo como a un jabalí para distraerme.
IV
Teobaldo era hombre de hacer lo que decía. El sacerdote, sin embargo, se limitó
a contestarle: -Haz lo que quieras, pero ten presente que hay un Dios que castiga
y perdona, y que si muero a tus manos, borrará mis culpas del libro de su indignación,
para escribir tu nombre y hacerte expiar tu crimen.
-¡Un Dios que castiga y perdona! -prorrumpió el sacrílego barón con una carcajada-.
Yo no creo en Dios, y para darte una prueba voy a cumplirte lo que te he prometido;
porque, aunque poco rezador, soy amigo de no faltar a mis palabras. ¡Raimundo!
¡Gerardo! ¡Pedro! Azuzad la jauría, dadme el venablo, tocad el alalí
en vuestras trompas, que vamos a darle caza a este imbécil, aunque se suba a
los retablos de sus altares.
V
Ya, después de dudar un instante y a una nueva orden de su señor, comenzaban
los pajes a desatar los lebreles, que aturdían la iglesia con sus ladridos;
ya el barón había armado su ballesta riendo con una risa de Satanás, y el venerable
sacerdote murmurando una plegaria, elevaba sus ojos al cielo y esperaba tranquilo
la muerte, cuando se oyó fuera del sagrado recinto una vocería terrible, bramidos
de trompas que hacían señales de ojeo, y gritos de -¡Al jabalí! -¡Por las
breñas! -¡Hacia el monte! Teobaldo, al anuncio de la deseada res, corrió
a las puertas del santuario, ebrio de alegría; tras él fueron sus servidores,
y con sus servidores los caballos y los lebreles.
VI
-¿Por dónde va el jabalí? -preguntó el barón subiendo a su corcel, sin apoyarse
en el estribo ni desarmar la ballesta. -Por la cañada que se extiende al pie
de esas colinas -le respondieron. Sin escuchar la última palabra, el impetuoso
cazador hundió su acicate de oro en el ijar del caballo, que partió al escape.
Tras él partieron todos.
Los habitantes de la aldea, que fueron los primeros en dar la voz de alarma,
y que al aproximarse el terrible animal se habían guarecido en sus chozas, asomaron
tímidamente la cabeza a los quicios de sus ventanas; y cuando vieron desaparecer
la infernal comitiva por entre el follaje de la espesura, se santiguaron en
silencio.
VII
Teobaldo iba delante de todos. Su corcel, más ligero o más castigado que los
de sus servidores, seguía tan de cerca a la res, que dos o tres veces, dejándole
la brida sobre el cuello al fogoso bruto, se había empinado sobre los estribos
y echándose al hombro la ballesta para herirlo. Pero el jabalí, al que sólo
divisaba a intervalos entre los espesos matorrales, tornaba a desaparecer de
su vista para mostrársele de nuevo fuera del alcance de su arma.
Así corrió muchas horas, atravesó las cañadas del valle y el pedregoso lecho
del río, e internándose en un bosque inmenso, se perdió entre sus sombrías revueltas,
siempre fijos los ojos en la codiciada res, siempre creyendo alcanzarla, siempre
viéndose burlado por su agilidad maravillosa.
VIII
Por último, pudo encontrar una ocasión propicia, tendió el brazo y voló la saeta
que fue a clavarse temblando en el lomo del terrible animal, que dio un salto
y un espantoso bufido. -¡Muerto está! -exclama con un grito de alegría el cazador,
volviendo a hundir por la centésima vez el acicate en el sangriento ijar de
su caballo-; ¡muerto está!, en balde huye. El rastro de la sangre que arroja
marca su camino. Y esto diciendo comenzó a hacer en la bocina la señal del triunfo
para que la oyesen sus servidores.
En aquel instante el corcel se detuvo, flaquearon sus piernas, un ligero temblor
agitó sus contraídos músculos, y cayó al suelo desplomado arrojando por la hinchada
nariz cubierta de espuma un caño de sangre.
Había muerto de fatiga, había muerto cuando la carrera del herido jabalí comenzaba
a acortarse, cuando bastaba un solo esfuerzo más para alcanzarlo.
IX Pintar
la ira del colérico Teobaldo sería imposible. Repetir sus maldiciones y sus
blasfemias, sólo repetirlas, fuera escandaloso e impío. Llamó a grandes voces
a sus servidores, y únicamente le contestó el eco en aquellas inmensas soledades,
y se arrancó los cabellos y se mesó las barbas, presa de la más espantosa desesperación.
-Le seguiré a la carrera, aun cuando haya de reventarme -exclamó al fin, armando
de nuevo su ballesta y disponiéndose a seguir a la res; pero en aquel momento
sintió ruido a sus espaldas, se entreabrieron las ramas de la espesura y se
presentó a sus ojos un paje que traía del diestro un corcel negro como la noche.
-El cielo me lo envía -dijo el cazador, lanzándose sobre sus lomos ágil como
un gamo. El paje, que era delgado, muy delgado, y amarillo como la muerte, se
sonrió de una manera extraña al presentarle la brida.
X
El caballo relinchó con una fuerza
que hizo estremecer el bosque; dio un bote increíble, un bote en que se levantó
más de diez varas del suelo, y el aire comenzó a zumbar en los oídos del jinete,
como zumba una piedra arrojada por la honda. Había partido al escape; pero a
un escape tan rápidoque, temeroso de perder los estribos y caer a tierra turbado
por el vértigo, tuvo que cerrar los ojos y agarrarse con ambas manos a sus flotantes
crines.
Y sin agitar sus riendas, sin herirle con el acicate ni animarlo con la voz,
el corcel corría, corría sin detenerse. ¿Cuánto tiempo corrió Teobaldo con él,
sin saber por dónde, sintiendo que las ramas le abofeteaban el rostro al pasar,
y los zarzales desgarraban sus vestidos, y el viento silbaba a su alrededor?
Nadie lo sabe.
XI
Cuando, recobrado el ánimo, abrió los ojos un instante para arrojar en torno
suyo una mirada inquieta se encontró lejos, muy lejos de Montagut, y en unos
lugares para él completamente extraños. El corcel corría, corría sin detenerse,
y árboles, rocas, castillos y aldeas pasaban a su lado como una exhalación.
Nuevos y nuevos horizontes se abrían ante su vista; horizontes que se borraban
para dejar lugar a otros más y más desconocidos. Valles angostos, herizados
de colosales fragmentos de granito que las tempestades habían arrancado de la
cumbre de las montañas; alegres campiñas, cubiertas de un tapiz de verdura y
sembradas de blancos caseríos; desiertos sin límites, donde hervían las arenas
calcinadas por los rayos de un sol de fuego; vastas soledades, llanuras inmensas,
regiones de eternas nieves, donde los gigantescos témpanos asemejaban, destacándose
sobre un cielo gris y oscuro, blancos fantasmas que extendían sus brazos para
asirle por los cabellos al pasar, todo esto, y mil y mil otras cosas que yo
no podré deciros, vio en su fantástica carrera, hasta tanto que, envuelto en
una niebla oscura, dejó de percibir el ruido que producían los cascos del caballo
al herir la tierra.
I
Nobles caballeros, sencillos pastores, hermosas niñas, que escucháis mi relato:
si os maravilla lo que os cuento, no creáis que es un fábula tejida a mi antojo
para sorprender vuestra credulidad; de boca en boca ha llegado hasta mí esta
tradición y la leyenda del sepulcro que aún subsiste en el monasterio de Montagut
es un testimonio irrecusable de la veracidad de mis palabras.
Creed, pues, lo que he dicho, y creed lo que aún me resta por decir, que es
tan cierto como lo anterior, aunque más maravilloso. Yo podré acaso adornar
con algunas galas de la poesía el desnudo esqueleto de esta sencilla y terrible
historia, pero nunca me apartaré un punto de la verdad a sabiendas.
II
Cuando Teobaldo dejó de percibir las pisadas de su corcel y se sintió lanzado
en el vacío, no pudo reprimir un involuntario estremecimiento de terror. Hasta
entonces había creído que los objetos que se representaban a sus ojos eran fantasmas
de su imaginación, turbada por el vértigo, y que su corcel corría desbocado,
es verdad, pero corría sin salir del término de su señorío. Ya no le quedaba
duda de que era juguete de un poder sobrenatural, que le arrastraba, sin que
supiese adonde, a través de aquellas nieblas oscuras, de aquellas nubes de formas
caprichosas y fantásticas, en cuyo seno, que se iluminaba a veces con el resplandor
de un relámpago, creía distinguir las hirvientes centellas, próximas a desprenderse.
El corcel corría, o mejor dicho, nadaba en aquel océano de vapores caliginosos
y encendidos, y las maravillas del cielo comenzaron a desplegarse unas tras
otras ante los espantados ojos de su jinete.
III
Cabalgando sobre las nubes, vestidos de luengas túnicas con orlas de fuego,
suelta al huracán la encendida cabellera y blandiendo sus espadas que relampagueaban
arrojando chispas de cárdena luz, vio a los ángeles, ministros de la cólera
del Señor, cruzar como un formidable ejército sobre las alas de la tempestad.
Y subió más alto, y creyó divisar a lo lejos las tormentosas nubes semejantes
a un mar de lava, y oyó mugir el trueno a sus pies como muge el Océano azotando
la roca desde cuya cima le contempla el atónito peregrino.
IV
Y vio el arcángel, blanco como la nieve, que sentado sobre un inmenso globo
de cristal, lo dirige por el espacio en las noches serenas, como un bajel de
plata sobre la superficie de un lago azul.
Y vio el sol volteando encendido sobre ejes de oro en una atmósfera de colores
y de fuego, y en su foco a los ígneos espíritus que habitan incólumes entre
las llamas, y desde su ardiente seno entonan al Criador himnos de alegría.
Vio los hilos de luz imperceptibles que atan los hombres a las estrellas, y
vio el arco iris, echado como un puente colosal sobre el abismo que separa al
primer cielo del segundo.
V
Por una escala misteriosa vio bajar las almas a la tierra: vio bajar muchas
y subir pocas. Cada una de aquellas almas inocentes iba acompañada de un arcángel
purísimo que le cubría con la sombra de sus alas. Los que tornaban solos tornaban
en silencio y con lágrimas en los ojos; los que no, subían cantando como suben
las alondras en las mañanas de Abril.
Después, las tinieblas rosadas y azules que flotaban en el espacio como cortinas
de gasa transparente, se rasgaron como el día de gloria se rasga en nuestros
templos el velo de los altares; y el paraíso de los justos se ofreció a sus
miradas deslumbrador y magnífico.
VI
Allí estaban los santos profetas
que habréis visto groseramente esculpidos en las portadas de piedra de nuestras
catedrales; allí las vírgenes luminosas, que intenta en vano copiar de sus sueños
el pintor, en los vidrios de colores de las ojivas; allí los querubines, con
sus largas y flotantes vestiduras y sus nimbos de oro, como los de las tablas
de los altares; allí, en fin, coronada de estrellas, vestida de luz, rodeada
de todas las jerarquías celestes, y hermosa sobre toda ponderación, Nuestra
Señora de Monserrat, la Madre Dios, la reina de los arcángeles, el amparo de
los pecadores y el consuelo de los afligidos.
VII
Más allá el paraíso de los justos, más allá el trono donde se sienta la Virgen
María. El ánimo de Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo pavor se apoderó
de su alma. La eterna soledad; el eterno silencio viven en aquellas regiones;
que conducen al misterioso santuario del Señor. De cuando en cuando azotaba
su frente una ráfaga de aire, frío como la hoja de un puñal, que crispaba sus
cabellos de horror y penetraba hasta la médula de sus huesos, ráfagas semejantes
a las que anunciaban a los profetas la aproximación del espíritu divino. Al
fin llegó a un punto donde creyó percibir un rumor sordo, que pudiera compararse
al zumbido lejano de un enjambre de abejas, cuando, en las tardes del otoño,
revolotean en derredor de las últimas flores.
VIII
Atravesaba esa fantástica región adonde van todos los acentos de la tierra,
los sonidos que decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos que se
pierden en el aire, los lamentos que creemos que nadie oye.
Aquí, en un círculo armónico, flotan las plegarias de los niños, las oraciones
de las vírgenes, los salmos de los piadosos eremitas, las peticiones de los
humildes, las castas palabras de los limpios de corazón, las resignadas quejas
de los que padecen, los ayes de los que sufren y los himnos de los que esperan.
Teobaldo oyó entre aquellas voces, que palpitaban aún en el éter luminoso, la
voz de su santa madre que pedía a Dios por él; pero no oyó la suya.
IX
Más allá hirieron sus oídos con un estrépito discordante mil y mil acentos ásperos
y roncos, blasfemias, gritos de venganzas, cantares de orgías, palabras lúbricas,
maldiciones de la desesperación, amenazas de impotencia y juramentos sacrílegos
de la impiedad.
Teobaldo atravesó el segundo círculo con la rapidez que el meteoro cruza el
cielo en una tarde de verano, por no oír su voz que vibraba allí sonante y atronadora,
sobreponiéndose a las otras voces en medio de aquel concierto infernal.
-¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! -decían aún su acento agitándose
en aquel océano de blasfemias; y Teobaldo comenzaba a creer.
X
Dejó atrás aquellas regiones y atravesó otras inmensidades llenas de visiones
terribles, que ni él pudo comprender ni yo acierto a concebir, y llegó al cabo
al último círculo de la espiral de los cielos, donde los serafines adoran al
Señor, cubierto el rostro con las triples alas y prosternados a sus pies.
Él quiso mirarlo.
Un aliento de fuego abrasó su cara, un mar de luz oscureció sus ojos, un trueno
gigante retumbó en sus oídos, y, arrancado del corcel y lanzado al vacío como
la piedra candente que arroja un volcán, se sintió bajar y bajar sin caer nunca,
ciego, abrasado y ensordecido, como cayó el ángel rebelde cuando Dios derribó
el pedestal de su orgullo con un soplo de sus labios.
I
La noche había cerrado y el viento gemía agitando las hojas de los árboles,
por entre cuyas frondosas ramas se deslizaba un suave rayo de luna, cuando Teobaldo,
incorporándose sobre el codo y restregándose los ojos como si despertara de
un profundo sueño, tendió alrededor una mirada y se encontró en el mismo bosque
donde hirió al jabalí, donde cayó muerto su corcel, donde le dieron aquella
fantástica cabalgadura que le había arrastrado a unas regiones desconocidas
y misteriosas.
Un silencio de muerte reinaba en su alrededor; un silencio que sólo interrumpía
el lejano bramido de los ciervos, el temeroso murmullo de las hojas y el eco
de una campana distante que de vez en cuando traía el viento en sus ráfagas.
-Habré soñado dijo el barón; y emprendió su camino a través del bosque, y salió
al fin a la llanura.
II
En lontananza, y sobre las rocas de Montagut, vio destacarse la negra silueta
de su castillo sobre el fondo azulado y transparente del cielo de la noche.
-Mi castillo está lejos y estoy cansado -murmuró-; esperaré el día en un lugar
cercano -y se dirigió al lugar. Llamó a una puerta. -¿Quién sois? -le preguntaron.
-El barón de Fortcastell -respondió, y se le rieron en sus barbas. Llamó a otra.
-¿Quién sois y qué queréis? -tornaron a preguntarle. -Vuestro señor -insistió
el caballero, sorprendido de que no le conociesen-; Teobaldo de Montagut. -¡Teobaldo
de Montagut! -dijo colérica su interlocutora, que no era una vieja-; ¡Teobaldo
de Montagut el del cuento! ¡Bah!... Seguid vuestro camino, y no vengáis a sacar
de su sueño a las gentes honradas para decirles chanzonetas insulsas.
III
Teobaldo, lleno de asombro, abandonó la aldea y se dirigió al castillo, a cuyas
puertas llegó cuando apenas clareaba el día. El foso estaba cegado, con los
sillares de las derruidas almenas; el puente levadizo, inútil ya se pudría colgado
aún de sus fuertes tirantes de hierro, cubiertos de orín por la acción de los
años; en la torre del homenaje tañía lentamente una campana; frente al arco
principal de la fortaleza sobre un pedestal de granito se elevaba una cruz;
en los muros no se veía un solo soldado; y, confuso y sordo, parecía que de
su seno se elevaba como un murmullo lejano, un himno religioso, grave, solemne
y magnífico.
-¡Y
éste es mi castillo, no hay duda! -decía Teobaldo, paseando su inquieta mirada
de un punto a otro, sin acertar a comprender lo que le pasaba-. ¡Aquél es mi
escudo, grabado aún sobre la clave del arco! ¡Ese es el valle de Montagut! Estas
tierras que domino, el señorío de Fortcastell...
En aquel instante las pesadas hojas de la puerta giraron sobre sus goznes y
apareció en su dintel un religioso.
IV
-¿Quién sois y qué hacéis aquí? -preguntó Teobaldo al monje.
-Yo soy -contestó éste- un humilde servidor de Dios, religioso del monasterio
del Montagut.
-Pero... -interrumpió el barón- Montagut ¿no es un señorío?
-Lo fue... -prosiguió el monje- hace mucho tiempo... A su último señor, según
cuentan, se lo llevó el diablo; y como no tenía a nadie que le sucediese en
el feudo, los condes soberanos hicieron donación de estas tierras a los religiosos
de nuestra regla, que están aquí desde habrá cosa de ciento a ciento veinte
años. Y vos, ¿quién sois?
-Yo... -balbuceó el barón de Fortcastell, después de un largo rato de silencio-;
yo soy... un miserable pecador que arrepentido de sus faltas, viene a confesarlas
a vuestro abad, y a pedirle que lo admita en el seno de su religión.